A medida que se acercan las vacaciones de Navidad, se desatan acalorados debates sobre el mantenimiento de ciertas tradiciones cristianas en la esfera pública. Por ejemplo, en España en los últimos años, la colocación de belenes en edificios municipales, obras de teatro navideñas en escuelas públicas y la organización del desfile de Reyes Magos han sido bastante controvertidas.
Ahora la Unión Europea está en el centro del debate, fruto de la filtración de las “directrices para una comunicación inclusiva” - respaldadas por la comisaria de Igualdad Helena Dilli - dirigidas a los funcionarios europeos para evitar en sus comunicaciones cualquier idioma que pueda ofender los sentimientos de los ciudadanos - o, en el mejor de los casos, hacer que se sientan como "forasteros" en la Unión Europea, en muchos aspectos diferentes, incluida la religión. Para ello, se les recomendó sustituir la expresión “Feliz Navidad” por “Felices Fiestas” y evitar el uso de nombres con un inconfundible sabor cristiano -como Juan y María- a la hora de ejemplificar determinadas situaciones.
No cabe duda de que el pluralismo y la diversidad religiosa son elementos esenciales de las sociedades democráticas. La Unión Europea no es ajena a esta realidad, ya que uno de sus textos fundamentales, la Carta de los Derechos Fundamentales, establece que debe respetar la diversidad cultural, religiosa y lingüística.
Es importante resaltar que la Unión no se compromete a “promover” la diversidad sino solo a “respetar” el pluralismo existente. El respeto requiere asumir una posición de aceptación de la propia realidad social, absteniéndose de cualquier intervención directa sobre ella que busque alterar su propia realidad social. configuración. Esta conclusión es aún más evidente cuando hablamos de diversidad religiosa. Cualquier acción pública en este ámbito supondría intervenir en el “libre mercado” de creencias para que algunos ciudadanos se sientan inclinados a adherirse a una fe minoritaria en aras del pluralismo religioso.
Tal actitud iría en contra del laicismo o la neutralidad religiosa que es uno de los principios fundamentales que guían la actitud de la mayoría de los estados europeos hacia la religión. En su significado más básico, este principio prohíbe la identificación del estado con cualquier denominación religiosa, así como cualquier apoyo indebido a una fe sobre otra.
La Unión Europea no ha definido su posición sobre religión. El llamado Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea se ha limitado a afirmar que respeta y no prejuzga los patrones de relaciones de los Estados miembros en este ámbito. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoce la contribución de las denominaciones religiosas a la formación de Europa y se compromete a mantener un diálogo abierto y transparente con ellos. De este reglamento se pueden extraer al menos dos conclusiones. Por un lado, que la Unión no se identifica con ninguna creencia religiosa y, por otro, que se disocia de las posiciones laicistas / secularistas, es decir, la hostilidad hacia la religión.
Al vincular estas dos dimensiones, diversidad y neutralidad religiosa, no es de extrañar que estas pautas se retiraran de inmediato. La diversidad religiosa es el resultado del ejercicio pacífico de la libertad religiosa por parte de personas, consagradas en la Carta Europea de Derechos Fundamentales, que pueden adherirse libremente a una creencia religiosa, cambiar de religión o permanecer completamente al margen del fenómeno religioso. Por tanto, surge espontáneamente de la sociedad y no puede ser creado artificialmente a través de políticas públicas, ya que esto interferiría con los derechos fundamentales de la ciudadanía.
Por lo tanto, en lo que respecta a la diversidad religiosa, el único papel que la Unión Europea y los Estados miembros tienen que desempeñar es gestionarla adecuadamente. Eso implica, en primer lugar, garantizar la igualdad de todos los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos y libertades, eliminando situaciones de discriminación (basadas en su religión). En segundo lugar, resolver las tensiones que puedan surgir entre grupos sociales en competencia, no apoyando a uno de ellos en detrimento de otros, sino creando las condiciones para que se toleren y se respeten.
En definitiva, una correcta gestión de la diversidad religiosa no requiere invisibilizar el cristianismo, sino asegurar que las minorías también tengan su lugar en la esfera pública, lo que es perfectamente compatible con el respeto de las tradiciones y la cultura de los pueblos que componen la sociedad europea.