De la carta de san Dionisio († 264), obispo de Alejandría, sobre los tiempos de persecución y la epidemia de la llamada peste de Cipriano. La enfermedad, que azotó al Imperio Romano en el siglo III, permanece en la historia con el nombre de San Cipriano de Cartago, quien describió sus síntomas. Unas cinco mil personas morían diariamente en Roma a causa de esta contagiosa enfermedad. San Dionisio escribió que no quedaban residentes en Alejandría mayores de cuarenta años. En este duro momento, el obispo de Alejandría describió el comportamiento de los cristianos y su actitud ante la muerte: no con frivolidad y confianza en sí mismos, sino imitando a Cristo, como la copa amarga que beben por amor al prójimo que sufre.
“…Después de un breve intervalo, esta enfermedad cayó sobre nosotros; para ellos (los gentiles) fue la más terrible de todas las cosas terribles, la más cruel de todas las calamidades y, como dice su propio escritor, un evento extraordinario que nadie podría haber esperado. Para nosotros no fue así; como en otros casos, el Señor nos probó y endureció. La enfermedad no nos rodeó, pero golpeó más a los gentiles.
Muchos de nuestros hermanos, por caridad abundante y movidos por el amor fraterno, sin piedad de sí mismos, se apoyaban unos a otros, sin miedo, visitaban a los enfermos, los servían indefectiblemente, los cuidaban por Cristo, morían gozosamente con ellos; se llenaron del sufrimiento de los demás, se contagiaron de sus vecinos y fácilmente tomaron sobre sí sus sufrimientos. Muchos, cuidando a los enfermos y apoyando a los demás, murieron ellos mismos, aceptando la muerte por ellos...
Así falleció lo mejor de nuestros hermanos: sacerdotes, diáconos, laicos. Los colmaron de elogios, porque tal muerte, posible solo por una gran piedad y una fe fuerte, se consideraba igual al martirio.
Fuente: Eusebio de Cesarea, “Historia de la Iglesia”, vol. 7
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